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¿Podemos heredar el dolor? Una mirada epigenética al trauma, la fibromialgia y el cuerpo que recuerda

Actualizado: 20 may


¿Y si el dolor que sentimos no comenzara con nosotras?

¿Y si ese peso en el pecho, ese cansancio profundo, ese cuerpo que duele sin razón aparente… llevara consigo una historia más antigua que la nuestra?

Desde hace algunos años, la ciencia ha comenzado a responder a estas preguntas con un campo fascinante: la epigenética. Una disciplina que no busca cambiar los genes, sino observar cómo se expresan o se silencian según las experiencias de vida… y las de nuestras generaciones anteriores.

Los ratones y el olor de la flor del cerezo

Uno de los experimentos más sorprendentes en esta área fue realizado por un grupo de investigadores del Emory University School of Medicine en Atlanta, y publicado en la revista Nature Neuroscience (2013). En este estudio, los científicos expusieron a una generación de ratones (F0) al olor de acetofenona —una sustancia que huele a flor de cerezo— al mismo tiempo que les aplicaban una leve descarga eléctrica. Los ratones aprendieron a temer ese olor.

Lo sorprendente fue lo que ocurrió después:

Sus crías (F1), y hasta sus “nietos” (F2), también reaccionaban con miedo al mismo olor, a pesar de que nunca habían sido expuestos ni a las descargas ni al entrenamiento. Esta respuesta no era solo conductual: los cerebros de las generaciones siguientes mostraban alteraciones anatómicas específicas en el área receptora del olor, y el esperma de los padres presentaba modificaciones epigenéticas detectables.

En otras palabras: el miedo fue heredado. No a través de las palabras. No a través del entorno. Sino a través del cuerpo.

¿Y qué tiene que ver esto con la fibromialgia?

La fibromialgia, esa condición tan incomprendida, ha sido tradicionalmente difícil de definir, diagnosticar y tratar. Pero una cosa es cierta: no se limita al cuerpo. Las personas que viven con fibromialgia muchas veces reportan antecedentes de trauma, duelo, experiencias de dolor emocional profundo… y una historia familiar marcada por el sufrimiento físico o psicológico.

Y aquí es donde entra la epigenética como puente.

Numerosos estudios han comenzado a explorar cómo los traumas tempranos o intergeneracionales podrían estar relacionados con la sensibilidad aumentada al dolor, el desbalance del eje HPA (hipotálamo-hipófisis-adrenal), y el estado inflamatorio crónico que muchas veces acompaña a la fibromialgia.

Por ejemplo, un meta-análisis publicado en Psychoneuroendocrinology (2019) mostró que las personas con antecedentes de abuso emocional, negligencia o eventos adversos en la infancia presentan una mayor expresión de genes proinflamatorios y una alteración epigenética de los receptores del cortisol, lo que afecta su respuesta al estrés. Estos cambios —aunque invisibles— afectan profundamente el cuerpo, la percepción del dolor, el sueño, el sistema inmune.

El cuerpo como mensajero de una historia no dicha

No se trata de decir que la fibromialgia “viene de la abuela”, o que no es real. Muy por el contrario: lo que la ciencia está empezando a decir —y lo que muchas mujeres han sentido en silencio— es que el cuerpo guarda memoria.

El dolor crónico puede ser, en algunos casos, la forma que encuentra el cuerpo para expresar una historia no contada, un duelo no nombrado, una herida ancestral sin procesar. No siempre. Pero sí, muchas veces.

Y entender esto no es una condena, es una llave.

Una puerta hacia nuevas formas de acompañamiento.

Una invitación a dejar de pelear con el cuerpo, y empezar a escucharlo como un archivo vivo de emociones, memorias, contextos.

Escuchar, acompañar, reconectar

Cuando trabajamos con personas que viven con dolor crónico —como lo hago cada día desde mi propuesta de yoga para el dolor y la fibromialgia— no estamos solo enseñando posturas o técnicas de respiración. Estamos tejiendo un nuevo lenguaje de relación con el cuerpo. Uno que no se basa en la exigencia, sino en la curiosidad. Uno que no busca borrar el dolor, sino comprenderlo.

La respiración, el movimiento consciente, la compasión, no son remedios mágicos. Son actos de reparación amorosa. Son abrazos hacia dentro. Y muchas veces, como en el experimento de los ratones, lo que empieza a sanar no es solo el presente, sino también algo mucho más antiguo.

¿Qué podemos hacer con esta información?

Podemos comprender que el dolor no es debilidad. Que el cuerpo que duele no está fallando: está hablando.

Podemos dar espacio al silencio, a la ternura, a la escucha sin juicio.

Podemos mirar nuestras historias —y las de quienes vinieron antes— con ojos nuevos.

Y, sobre todo, podemos comenzar a practicar una forma de autocuidado que no excluye el pasado, sino que lo incluye con dignidad.



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